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Cuando Biden asumió la presidencia el 20 de enero de 2021, era incuestionable que en los últimos decenios, en una economía global muy diferente de la que su país lideró tras la Segunda Guerra Mundial , muchos trabajadores estadounidenses y sus comunidades venían viendo su situación económica deteriorarse.
Los EEUU se enfrentaban a cuatro desafíos evidentes. La base industrial de Estados Unidos se había reducido sustancialmente; un nuevo entorno definido por la competencia geopolítica comportaba importantes impactos económicos; la crisis climática que se agravaba mostraba la necesidad urgente de realizar una transición energética justa y eficiente; y, por último, una desigualdad creciente iba minando la cohesión social.
En aras del principio de atender ciegamente a los dictados del mercado, en nombre de pretender una eficiencia económica sin atender a sus repercusiones sociales, cadenas enteras de suministro de bienes estratégicos, con las industrias y los empleos que los producían, se habían trasladado al extranjero, fundamentalmente a Asia. El resultado fue que no se cumplía el postulado de que una profunda liberalización del comercio ayudaría a los EEUU a exportar bienes y no empleos ni capacidad industrial.
Una gran economía sin mercado se había integrado al orden económico internacional de una manera que planteaba desafíos considerables. La República Popular China (RPC) venía subsidiando a gran escala tanto sectores industriales tradicionales, como el acero, como industrias clave del futuro, como la energía limpia, la infraestructura digital y las biotecnologías avanzadas. Con ello, EEUU veía mermarse su sector manufacturero y su competitividad en tecnologías clave en el futuro.
Los EEUU no habían adoptado políticas encaminadas a garantizarse el suministro de energía limpia, estable y asequible. Se seguía creyendo que había que elegir entre el crecimiento económico y el cumplimiento de los objetivos climáticos.
Conforme las comunidades manufactureras estadounidenses se deshabitaban, las industrias de vanguardia se trasladaban a áreas metropolitanas. La clase media estadounidense perdió terreno mientras que a los más acomodados les iba mejor que nunca. Al mismo tiempo se venía evidenciando el resultado de los recortes fiscales de carácter regresivo, los recortes profundos a la inversión pública, y medidas activas para socavar el movimiento laboral que inicialmente construyó la clase media estadounidense recientemente sacudida por una crisis financiera global desencadenada por la especulación financiera. Había que afrontar el desafío de una creciente desigualdad.
Con Biden ya en la Casa Blanca, la pandemia del COVID 19, desencadenada en diciembre de 2019, no tardó en mostrar la fragilidad de las cadenas de suministro. Un clima cambiante amenazaba vidas y medios de subsistencia. Lluvias torrenciales y sequías que devastaban áreas enteras provocaban perdidas en la producción agregada.
La invasión rusa de Ucrania de febrero de 2022 subrayó los riesgos de una dependencia energética excesiva. Era obvio: haber ignorado las dependencias económicas que se habían ido acumulando durante décadas de liberalización se había vuelto realmente peligroso. Los EEUU no sufrían la incertidumbre energética de Europa, pero las vulnerabilidades de la cadena de suministro de equipos médicos, semiconductores y minerales críticos evidenciaban dependencias que podían explotarse para obtener influencia económica o geopolítica.
En síntesis, el diagnóstico era claro. No se había tenido en cuenta suficientemente las consecuencias internas de las políticas económicas internacionales. En especial, el llamado shock de China, que afectó especialmente a la industria, con impactos grandes y duraderos, ni se previó ni se abordó adecuadamente a medida que se desarrollaba.
Ante ello, la opción decisiva, desde el primer momento, de la administración Biden ha sido integrar más profundamente la política interna y la política exterior. << Una política exterior para la clase media>>, tal y como lo expresó el asesor de seguridad nacional, Jake Sullivan.
En sus primeros tres años, la Administración Biden se centró en corregir el rumbo de su economía. Comenzando con la inversión en infraestructuras - retomando la tradición estadounidense que va del ferrocarril de Lincoln, pasando por las autopistas de Eisenhower hasta el viaje a la luna de Kennedy -, revitalizó la propia base industrial y de innovación con leyes ya históricas, a la par que se centró en abordar las prácticas económicas injustas de Pekín.
J. Biden que siempre estimó que del error del gobierno de Obama fue gastar muy poco para sacar a la economía de la Gran Recesión del 2008, consideró que la pandemia requería un gasto sustancialmente mayor, que había que dar a las familias trabajadoras un colchón contra la adversidad y por ello impulsó en marzo de 2021 el gigantesco Plan de Rescate Estadounidense de 1,9 billones de dólares.
A este le siguió en noviembre de 2021 el plan de infraestructuras de Biden de 1,2 billones para reconstruir puentes, carreteras, transporte público, banda ancha, sistemas de agua y energía. Por último, en agosto de 2022, lanzó la Inflation Reduction Act (IRA). Con ella se dedicarán 740 billones en 10 años a subsidios e inversiones para la transformación energética y la lucha contra el cambio climático. Se trata de un paquete de política industrial y sustitución de importaciones de dimensiones descomunales que la secretaria del Tesoro, Janet Yellen, bautizó como “economía de la oferta moderna” .
En unas elecciones, la situación económica influye obviamente en el ánimo de los electores. Sin embargo, no es absolutamente determinante. La administración Biden- Harris ha venido mostrando sus logros. Los datos son envidiables. Crecimiento en torno al 3%, inflación de 2,5% y desempleo del 4,2% habiendo creado casi 14 millones de puestos de trabajo, incluidos 750.000 en el sector manufacturero.
Los electores quizá queden marcados por la experiencia de tres años de inflación, consecuencia inevitable de las políticas expansivas adoptadas, y no consideren en toda su relevancia las medidas con las que Biden ha fundamentado la revitalización del liderazgo estadounidense en el mundo. Cómo puedan influir otras cuestiones como la política de emigración, o su posición en la guerra de Israel contra Hamas o la gestión ante la devastación producida por los huracanes Helene y Milton está por ver. Una respuesta lenta y descoordinada, como la de George W. Bush en 2005 con el Katrina, puede erosionar gravemente la popularidad de su vicepresidenta candidata.
Kamala Harris viene presentando un programa económico de corte moderado que define como la “economía de las oportunidades”. Quiere recuperar (y hacer permanente) la deducción fiscal por hijo para combatir la pobreza infantil, y propone subvenciones a la construcción de vivienda y a la compra de primera vivienda. Piensa en subvenciones a los más desfavorecidos. Sabido es que, salvando la cuestión china, las propuestas de Trump son notablemente diferentes y opuestas. Plantea aranceles generalizados y rebajas impositivas en el impuesto sobre beneficios de Sociedades del 21% a 15%. No parece que mantendrá los susidios del IRA por su componente climático, dada su postura negacionista. Y ante el Obamacare dijo en el debate presidencial que tiene “una idea sobre un plan” para rediseñar toda la política de salud pública.
En definitiva, Harris y Trump representan dos concepciones sociales radicalmente opuestas, que se desafían en un clima de extrema polarización en el que cada partido parece una “tribu” que considera a la otro como el enemigo. La importancia del resultado de la contienda electoral norteamericana, para la vida de sus ciudadanos y para los del resto del mundo, es más que obvia.
Fernando de la Iglesia
Profesor de la Universidad Gregoriana de Roma, colaborador de la Civiltá Cattolica y miembro de Arizmendiarrieta Kristau Fundazioa
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DON JOSE Mº ARIZMENDIARRIETA
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