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José María Arizmendiarrieta llegó a Mondragón en febrero de 1941, con 27 años, para incorporarse como coadjutor en la parroquia de San Juan Bautista. En ese momento, la sociedad local enfrentaba las dificultades y tensiones heredadas de la Guerra Civil, marcadas por la desigualdad en el acceso a la educación y el empleo, y por el contexto opresivo de la dictadura.
Arizmendiarrieta asumió su misión sacerdotal con un enfoque práctico y transformador, comprometido con hacer presente a Cristo en la realidad cotidiana. Centró su labor pastoral en la juventud, buscando no solo acompañarla, sino impulsar cambios concretos. Como hombre de acción, no se limitó a las palabras: trabajó para transformar la realidad social de su entorno.
Lo importante era crear un inicio, y siguiendo el principio de que “una escuela es para la vida y la vida no puede ser para unos pocos”, en 1943 fundó la Escuela Profesional, permitiendo el acceso a la educación a todos los jóvenes. Para Arizmendiarrieta, formar personas era el primer paso hacia la transformación de la realidad. Esta tarea formativa no se limitaba a una transmisión automatizada de conocimientos y técnicas de trabajo; al contrario, respondía a una visión integral en la que la educación sentaba las bases del desarrollo personal y social. El libre acceso a la educación era, para él, un pilar esencial de una sociedad más justa.
Doce años más tarde, en 1955, cinco jóvenes de la primera promoción de la Escuela Profesional (1943-1947): Usatorre, Larrañaga, Gorroñogoitia, Ormaechea y Ortubay, unieron sus capacidades personales y dieron origen a ULGOR, la primera cooperativa de Mondragón: la materialización de dos ideas seminales la dignidad de la personas en el servicio a los demás y la empresa como “sociedad de personas” que dió lugar a un modelo económico y social fundamentado en la cooperación.
Ulgor y las que le siguieron no surgieron de grandes inversiones ni de élites empresariales, sino de personas comunes que, unidas por un ideal, decidieron transformar su realidad. Este modelo económico no busca maximizar la riqueza de unos pocos, sino redistribuirla de manera justa, promoviendo el desarrollo integral de cada trabajador. Así, se convirtió en un modelo vivo de cómo la solidaridad y el trabajo compartido pueden dar lugar a una economía inclusiva y humana.
En el contexto actual marcado por profundas crisis y grandes retos, el legado de Arizmendiarrieta y la Economía de Francisco convergen como faros de esperanza para una transformación necesaria. Ambos proponen un cambio radical en la manera de entender a la persona: no como un homo economicus, definido por el egoísmo racional y la maximización del beneficio, sino como un homo socialis, un ser esencialmente colaborativo, capaz de construir junto a otros una sociedad más justa y humana.
Para Arizmendiarrieta, la dignidad humana no reside en lo que una persona posee, sino en su capacidad para darse a los demás. Inspirado en la Doctrina Social de la Iglesia, veía a cada individuo como un ser relacional, llamado a contribuir al bien común a través de su trabajo y sus talentos. Este enfoque contrasta con la visión del homo economicus, que reduce al ser humano a una función de mercado, dejando en un lugar secundario su dimensión ética y comunitaria.
Esta perspectiva resuena con el pensamiento de John Rawls, quien describe a las personas razonables como aquellas que no solo buscan su propio bien, sino que también están dispuestas a cooperar con otros bajo principios equitativos. La cooperación, en este sentido, es una virtud social que permite trascender el individualismo para construir un orden más inclusivo y solidario.
La Economía de Francisco recoge este mismo espíritu al afirmar que “nadie se salva solo” y que la interdependencia humana debe ser la base de una economía más humana. En palabras del Papa, el individualismo exacerbado ha llevado a una “economía que mata”, mientras que la economía basada en la cooperación y la solidaridad genera vida.
Uno de los principios fundamentales de Arizmendiarrieta es la recuperación del sentido original del trabajo, no como un castigo, sino como una participación activa en la creación. En su modelo, el trabajo dignifica porque permite a las personas crecer al darse a los demás. Este concepto se conecta directamente con la Economía de Francisco, que insiste en que el trabajo no debe ser una fuente de explotación, sino un camino hacia la realización personal y comunitaria.
La visión de Arizmendiarrieta y la Economía de Francisco coinciden en su rechazo al modelo económico que prioriza el beneficio por encima de las personas. Ambas abogan por una economía del nosotros, que reconozca la interdependencia humana y el valor de la cooperación como motor de desarrollo.
Mientras Arizmendiarrieta propuso un modelo de empresa como comunidad —donde cada miembro contribuye con sus dones al bienestar colectivo—, Francisco amplía esta visión al llamar a construir una globalización solidaria que respete tanto a las personas como al medio ambiente.
En un momento en el que el capitalismo enfrenta cuestionamientos profundos, la convergencia entre Arizmendiarrieta y la Economía de Francisco ofrece una hoja de ruta hacia un sistema más humano. Frente a desafíos como la polarización social, la crisis climática y las tensiones derivadas de la inteligencia artificial, ambos modelos nos recuerdan que el progreso no se mide solo en términos de crecimiento económico, sino en la capacidad de las sociedades para cuidar de sus miembros más vulnerables.
Como afirmaba Arizmendiarrieta: “No es más quien más tiene, sino quien más da”. Y como insiste el Papa Francisco, la economía debe recuperar su dimensión ética y poner a las personas en el centro. Al hacerlo, ambos nos invitan a superar el paradigma del homo economicus para redescubrir nuestra verdadera naturaleza como homo socialis: seres relacionales, razonables y responsables, llamados a construir juntos un futuro más justo.
Rafael Suso
Miembro de Arizmendiarrieta Kristau Fundazioa
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DON JOSE Mº ARIZMENDIARRIETA
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